Vendimia Sin Poesía
Para cualquier devoto del vino, la memoria más preciosa tendría que ser el haber estado en un viñedo durante la vendimia. Pocas situaciones llegan a expresar tan fielmente lo que es cerrar el ciclo anual como disfrutar de una escena que en lo esencial no haya cambiado desde el inicio de la historia. El hombre siempre se ha dirigido al campo en esta estación del año para recoger la uva que en poco tiempo se convertirá en vino.
Ese momento milagroso me acaeció por primera vez en la comarca de Jerez, sentado en la terraza de una casa viña de José de Soto, saboreando el ya mítico Fino Campero, mientras que los vendimiadores trabajaban bajo un sol implacable. Hoy no existe ni la bodega ni ese estilo de vendimia.
Desde entonces he conocido vendimias por muchas zonas de España, desde la Axarquía, donde emplean burros, hasta las de Tenerife con sus estoicos camellos. Y al visitar estos días el triángulo de Jerez de nuevo, debo confesar que la de allí se ha convertido en una gran decepción. Unas enormes máquinas, que puedan costar un cuarto de millón de euros, y cuyas operarios, protegidos de los elementos dentro de una cabina similar a la de un Airbus, trabajan de noche guiado por múltiples cameras que cubren los 360º alrededor del artilugio. Un viñedo de 210 hectáreas como el de Santa Lucia, de Barbadillo, de donde sale la uva para su Manzanilla Solear, tarda casi una semana en vendimiarse. Al terminar su tarea el artefacto será trasladado a otra región para continuar su infernal trabajo. Como comenta Paula McLean, decana en las cosas de Jerez , a pesar de que en muchas zonas y con muchas clases de uvas no se pueden, ni jamás se podrán, implantar las máquinas vendimiadoras, sus ventajas económicas son indiscutibles, y el consumidor es quien sale favorecido.